La nueva líder del SNP y primera ministra de Escocia
es más admirada que querida, más perseverante que carismática, más tecnócrata
que visionaria, una trabajadora infatigable de la causa soberanista. Ha sido la aprendiz de Alex Salmond, su aliada y
consejera, y la única figura con luz verde para criticarlo. Toda su vida gira en torno a la política: su madre es
concejal, y su marido el principal ejecutivo del SNP
Sturgeon quiere decir esturión en inglés, y los nacionalistas escoceses confían en que su nueva líder y primera
ministra del país les brinde el caviar de la independencia (ya se sabe que sobre gustos, culinarios, políticos o
identitarios no hay nada escrito). No hace falta que sea mañana, ni tampoco un
beluga auténtico porque son tiempos difíciles y la austeridad ha hecho estragos
en todas partes. Pero sí una soberanía moderna, dentro de la UE y con
especiales vínculos con el Reino Unido, que responda a la crisis del Estado
nación y a la nueva Europa que se está fraguando. Es su misión. La derrota en
el referéndum de hace dos meses no ha acabado con ese sueño.
Que Nicola Sturgeon (44 años) llegaría a ser la number
one de la política de Escocia estaba escrito desde hace tiempo. Seguramente
desde hace una década, cuando generosamente (o por puro cálculo político)
retiró su candidatura al liderazgo del Partido Nacional Escocés para que Alex
Salmond pudiera abandonar el retiro que se había auto impuesto y recuperar el
timón, empeñado -dicen los malpensados- en impedir que una vieja enemiga
(Roseanna Cunningham) quedase al frente de la nave. Escocia no es Sicilia, pero
las vendettas están también a la orden del día.
Sturgeon dio un paso atrás, se alió con Salmond en una
especie de candidatura unitaria, y fue premiada con el cargo de vicelíder, que
ha ocupado a lo largo y ancho de una década, hasta subir a la cumbre después de
que su maestro y mentor presentara la dimisión tras la derrota en el
referéndum, y se conformara con intentar ser un simple diputado escocés en el
Parlamento de Westminster a partir de las elecciones del año que viene.
La nueva
líder de Escocia no sólo se convirtió en la número dos, sino en la
principal aliada y consejera de Salmond, en su persona de máxima confianza
(después de su mujer Moira), en su confidente y estratega, en su pepito grillo,
en la única figura autorizada (dentro de un orden) a llevarle en público la
contraria, discutirle las decisiones, proponerle una táctica diferente, a
decirle que había estado mal en un debate. Y siempre en el entendimiento de que
cuando él se fuera -que no se sabía cuándo iba a ser- le pasaría la batuta. Y
así ha sido, tal vez más pronto de lo que pensaba la propia interesada.
Los nacionalismos suelen tener un punto mesiánico, y
también el escocés, en cuyo crédito hay que decir que propone un modelo de
estado social demócrata, más progresista que la oferta de sus rivales
laboristas, conservadores y liberales, abierto a la inmigración y respetuoso de
los vínculos históricos, políticos y económicos con Inglaterra, hasta el punto
de querer conservar la libra esterlina como moneda, y a la reina Isabel como
jefa del Estado. De lo que se quiere deshacer es de las armas nucleares, las
privatizaciones de la medicina y la educación públicas, y una política social
neothatcherista que pretende reducir la inversión pública británica a niveles
de hace ochenta años, cuando en Manchester había chabolas y los niños morían de
una gripe.
El Moisés bíblico no era un hombre especialmente
locuaz y carismático, y su elección como embajador de Dios, encargado de
entregar los diez mandamientos y llevar al pueblo judío a la Tierra Prometida,
probablemente no habría sido aprobada por una agencia contemporánea de
marketing, imagen y comunicación. Y en cierto sentido, lo mismo puede decirse
de Nicola Sturgeon, una tecnócrata más trabajadora que brillante, un poco
robótica, pero que lleva toda la vida preparándose para la misión interestelar
de conseguir la independencia de Escocia. O por lo menos, seguir avanzando
hacia ella. Que el referéndum del 18-S no sea considerado un paso hacia atrás
(que deje cerrado el debate soberanista al menos para una generación), sino dos
hacia delante (el SNP se ha convertido en el tercer partido nacional en
términos de número de afiliados, lidera claramente las encuestas y amenaza con
robar decenas de escaños al Labour en las próximas elecciones generales, pudiendo
tener incluso las llaves de una coalición de gobierno en Londres).
Esa misión no abruma ni mucho menos a Nicola, cuya
vida pública es la política, y cuya vida privada es también la política, hasta
el punto de que su madre Joan y su marido Peter Murrell trabajan para el
Partido Nacional de Escocia, la primera como concejal y el segundo como jefe
ejecutivo. Tener hijos nunca figuró en su agenda, y menos ahora que ha asumido
el liderazgo. En la cama de su dormitorio, en la mesa camilla de su cocina, en el
sofá de su comedor y en el asiento delantero de su coche no se habla de otra
cosa que de programas, iniciativas, plataformas, debates, discursos, sondeos,
encuestas... Es su matrimonio y su familia, una adicción. Incluso cuando se
trata de relajarse y ver la tele, su serie favorita es Borgen, sobre las
peripecias de una primera ministra danesa de ficción (Brigitte Nyborg).
Si su predecesor, Alex Salmond, era una especie de
Maquiavelo escocés que inspiraba miedo y respeto a sus rivales (de hecho
todavía lo sigue haciendo), Nicola Sturgeon transmite ambición, eficacia,
perseverancia y determinación. No resulta en el one to one particularmente
cálida, aunque siempre es amable y correcta (a los líderes escoceses no les
gusta hablar de la cuestión catalana, para dejar claro que se trata de dos
nacionalismos completamente diferentes). Es más admirada que querida, tanto por
correligionarios del SNP como por el enemigo. Mide mucho sus palabras y sus
decisiones. Es cuidadosa y no le gusta correr riesgos. Digamos que si fuera
entrenadora de fútbol, nunca jugaría con tres defensas.
Ingresó en las juventudes del partido nacionalista
cuando era una chavala de 16 años que vivía en Irvine, una localidad del
condado de Ayrshire, en la costa occidental de Escocia, hija de un ingeniero
civil. Estudió en la Universidad de Glasgow, donde participó activamente en la
política y aprendió a base de sangre, sudor y lágrimas las técnicas de la
oratoria y el debate, de contar chistes y reírse de sí misma ("al
principio era malísima -cuenta un antiguo compañero- y se llevaba unos abucheos
que la hacían llorar. Pero no desistía. Volvía a subir al podio la semana
siguiente"). Eran los tiempos de Margaret Thatcher, inspiradora de grandes
pasiones. Tras licenciarse en Derecho trabajó para un bufete de abogados, y con
22 años se presentó a diputada por el SNP. Perdió a la primera, a la segunda, y
también a la tercera, hasta que finalmente fue elegida gracias a la adopción de
un sistema de representación proporcional.
"Estoy convencida -dice- de que Escocia será
independiente, y de que ello ocurrirá antes de que yo muera". Por el
momento es la encargada de marcar el rumbo y encontrar un oasis. La aprendiz ha
reemplazado al maestro.
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